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Cosas que pasan

El problema no es que ella haya dejado de ser virgen, sino que por causa de esto, haya dejado de hacer milagros.


A Robert Gray, de cuarenta y tres años, ya lo habían operado dos veces del corazón, medio año antes le habían extirpado un tumor del tamaño de una pelota de golf, que se le había alojado en el lóbulo izquierdo del cerebro. De ambas cosas había logrado salir exitosamente.
Sólo segundos antes de volver a golpear a su esposa por segunda vez en la semana, la miró y, con lágrimas en los ojos, le dijo...
"¿Acaso no te das cuenta que, cada vez que no haces lo que yo quiero, terminas matándome un poquito más...?"


Marcia Wilkins solía ir a iglesia cada domingo por la mañana. Siempre se sentaba en la primera fila y, por lo tanto, era de las primeras en recibir la ostia y, depende por donde comenzaran quienes juntaban la limosna para caridad, también podía serlo.
Aquel último domingo, tal vez por haberse quedado viendo demasiada televisión durante la noche, se despertó más tarde que de costumbre y, cuando se dio cuenta de la hora que era, desayunó una taza de café y dos galletas de chocolate, y casi sin arreglarse, corrió hacia la iglesia. Cruzó a toda velocidad las seis cuadras hacia el edificio, y por un momento estuvo a punto de ser atropellada por un taxi que había doblado en una esquina.
Para cuando llegó, tras abrir la puerta de un empujón, lo poco que se había peinado de pelo había desaparecido por completo y el rimmel en los ojos se le había corrido.
De más está decir que todos en la iglesia se dieron vuelta para ver quién demonios era la loca que había irrumpido en plena misa, pero al darse cuenta que se trataba de Marcia la sorpresa fue aun mayor.
Sólo se había perdido el sermón inicial, y aunque había llegado a tiempo para comulgar, también había llegado tarde para confesarse con el Padre y, por lo que pudo ver, ya no había un solo espacio para ella en las primeras filas de asientos.
Transpirada y aun muy agitada, esperó a que el Padre Karin llamase para recibir la ostia, y cuando lo hizo, ella apuró el paso para estar en los primeros lugares.
"Tengo que ser primera, tengo que serprimera, tengoqueserprimera tengoqueserprimera", se iba diciendo en su cabeza, mientras empujaba y presionaba por recibir antes que nadie la ostia.
Hubo quejas, algunos insultos en voz baja y otros demasiado audibles, pero que el Padre Karin prefirió hacer de cuenta que no los había escuchado.
Finalmente, en vez de llegar en tercer lugar, lo hizo en el décimo. Una de las mangas de su blusa blanca se había rasgado, dejandole parte del brazo al descubierto.
-... Cuerpo de Cristo-, dijo Karin desde el altar,  los ojos clavados furiosos en los de ella.
-¡¿Déme la maldita ostia, quiere?!
Karin no dijo nada, y dejó que ella abriese la boca.
Ella extendió la lengua, recibió sobre ella la ostia, cerró la boca y tragó.
Fue cuestión de segundos para que la ostia se le quedase atascada en la gargánta, impidiéndole recibir oxígeno. Se quedó parada en la fila y los ojos se le pusieron brillosos, mientras los demás le decían que se saliese de la fila.
-Marcia... Haz lugar a los demás feligreces y vete. Eres una desgracia para esta iglesia!- dijo el Padre Karin, mientras el rostro de ella se ponía, primero colorado para luego ir adquiriendo un tono violaceo, casi azulado.
No pasó mucho tiempo para que ella cayese al suelo, sujetándose la gargánta con ambas manos y tratando de gritar a viva voz "tengoqueserprimera, tengoqueserprimera, tengoqueserprimera, tengoqueser..." segundos antes de que el corazón se le detuviese.

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