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Nocturno

Duermo... Aun duermo, aunque no sueño con nada. La verdad es que ya no recuerdo la última vez que soñé. Algunas imágenes se me vienen a la mente sin siquiera proponérmelo, pero son borrosas e inconexas y no me ponen de buen humor; así que trato de hacerlas a un lado y sigo durmiendo.
   Sé que cuando despierte y salga fuera, lo más seguro es que esté nevando y la mayoría de las calles se encuentren desiertas, por lo que tendré que buscar con cuidado. No es fácil, sobre todo esta época del año.
   Debo decir, el invierno jamás ha sido de mi agrado, ni siquiera antes de ser quien ahora soy...
   El estómago me gruñe, más allá de no haberme llevado bocado en años; una de las contadas reacciones fisiológicas que aún conservo, como también la de lograr una buena erección cada vez que estoy en compañía de una mujer o un muchacho.
   No hace mucho, unos meses quizás, me detuve frente a una gasolinería con el sólo fin de comprar una barra de chocolate con maní que había visto publicitar en uno de esos comerciales de televisión. Creo, no sólo sentí curiosidad por el producto en sí, sino también, y principalmente, el fuerte deseo de volver a comer algo sólido, de degustarlo como a una travesura prohibida, sentirlo bajar por mi garganta, guardarlo en mis entrañas por varios días hasta, finalmente, defecarlo mientras leo la sección de deportes en el periódico.
   Fue al llegar a casa, cuando ya sentado a la mesa quité el envoltorio de la barra de chocolate y me dispuse a probar aquella delicia de dos Dólares y veinte centavos. Ah..., cómo poder describir lo que sentí tras dar el primer mordisco y dejarme inundar por el magnífico sabor de aquella golosina. Sólo puedo decir que superó todas mis expectativas a lo que sabor respecta... Mantuve en mi boca ese pedacito de chocolate, miel y maní, hasta que lo sentí desarmarse por completo, y luego tragué. Segundos más tarde me metí otro bocado, y otro, y otro... Y cuando me quise dar cuenta, ya no había nada. El envoltorio había quedado hecho un bollo dorado sobre la mesa y yo me le quedé mirando absorto.
   Media hora más tarde, acabé arrodillado frente al retrete vomitando de dolor. Juro que me creí morir en ese momento. Todo el estómago parecía comprimírseme, y en ese instante se me vino a la mente aquel bollito dorado. Qué podía yo hacer? No podía llamar a un médico o dirigirme al hospital más cercano! Qué me dirían allá?
   -Sr. Morris. El equipo médico considera que una simple indigestión es el menor de sus problemas...
   Esa fue mi primera y última experiencia con alimentos sólidos.
   Ahora, simplemente comienzo a contar los minutos esperando el momento en que el sol se ponga nuevamente. Igual me queda tiempo para contar algo más...
   Mi cama, por así decirlo, es cómoda para descansar, aunque no me permite moverme mucho de un lado al otro, y debo cubrir parte de ella con tierra del lugar donde nací. Lo que me molesta, es tener que compartir mi espacio con una decena de viscosos gusanos que han hecho de mi lugar de reposo su hogar, por lo que cada vez que tengo que salir, irremediablemente debo pegarme un baño y mudar de ropas.
   El sol ya casi ha bajado del todo y el estómago ha vuelto a gruñirme insistente.
   Es hora de que me vaya despidiendo.
   Tengo hambre y sé que alguien habré de encontrar.

Juntos


La mañana que mamá murió yo me encontraba sentado al primer escalón de entrada al porche de casa, jugando con mi cochecito de madera rojo que  papá había tallado para mí el invierno anterior, días después de ser despedido en la fábrica donde solía trabajar; aun conservo aquel juguete, y hasta lo he colocado en la cima de la repisa del living, junto a unos portaretratos con las fotos de la familia que una vez tuve y otras de aquella que ahora tengo.
Recuerdo aquel día como uno de mucho calor, tanto que hasta se podía ver salir vapor del asfalto y eran muy pocas las personas que se atrevían a salir  a la calle, y como por aquellos tiempos a nadie se le había ocurrido la idea de inventar el aparato de aire acondicionado, nosotros nos pasamos ese verano con la puerta y ventanas abiertas sin siquiera preocuparnos de que los mosquítos nos picasen o alguien entrase a la casa para robar mientras dormíamos.
Así que allí estaba yo, con mi camisa de domingo y mis pantalones cortos hasta la rodilla, acomodándome constantemente los tiradores, que se me resbalaban de los hombros, observando pasar los escasos automóviles por nuestra calle, y preguntándome cuándo volvería a ser la próxima vez que mamá saliese al porche a jugar conmigo o la viese prepararnos a papá y a mí el desayuno; porque desde la primera vez que mamá regresó del hospital, el año anterior a su muerte, ella se la pasó metida en su habitación, dejando todos los quehaceres de la casa a cargo de papá.
Por la mañana yo iba a la escuela. Papá me despertaba temprano, antes de de irse para el trabajo, y me preparaba lo que él consideraba sus ricos desayunos, los cuales consistían en un vaso de leche y un sandwich de tocino sin freír y queso que nunca se derretía como yo quería. Y aunque me gustaba ir a la escuela, que quedaba a pocas cuadras de la casa, y la Srta. Miller siempre me felicitaba por saberme al pie de la letra las lecciones, no hubo un solo momento en que no me sintiese morir si no estaba al lado de mamá. Claro que, una vez sonaba la campana de fin de clases, yo salía corriendo a casa a toda velocidad y, luego de dejar tirados sobre la cama todos mis libros y lápices, me dirigía a la habitación de mamá, que siempre tenía la puerta cerrada, y sin siquiera golpear o preguntar si estaba durmiendo o si quería recibirme, entraba, con el corazón palpitándome fuerte en el pecho y la esperanza de verla por lo menos maquillándose frente al espejo de la cómoda.
Pero no.
Mamá yacía en cama, tapada hasta la cintura sólo por la sábana y con dos almohadas bajo la espalda, las cuales le ayudaban a mantener la cabeza erguida y mitigaban sus ataques de tos, los cuales muchas noches me mantenían despierto, más allá de que yo durmiese en la planta baja de la casa. El cabello largo y rojizo le caía sobre los hombros huesudos y los brazos parecían haberse convertido en dos delgadas y quebradizas ramas que yo temía acariciar por miedo se rompiesen. Y aunque el rosado tono de su piel se había desvanecido ya por completo para dar lugar al amarillento y pálido color de la enfermedad que la estaba matando a pasos agigantados, el brillo de sus ojos azules todavía no había perdido su vida.Al verme parado en el umbral de la puerta, intentaba dibujar una sonrisa de labios secos y aliento a algo que me resultaba por demás desagradable y que hasta lograba meterse en cada uno de mis sueños.
Yo me sentaba a su lado, tratando de no aplastarla o quitarle la sábana, con el sol de la tarde penetrando en la habitación y dejando ver las pequeñas mótas de polvillo flotando en el aire, cayendo sobre la desgastada alfombra, depositándose sobre la mesa de luz, sobre las sábanas, sobre mamá y sobre mí.
Y por más que todas las conversaciones que tenía con ella trataban de cómo me había ido en la escuela, si la Srta. Miller me había dejado tarea para hacer o lecciones que estudiar, y si papá me había dejado suficiente dinero para el almuerzo en la cafetería, las únicas dos preguntas que me rondaban por la mente y parecían unirse a las motas de polvo en el ambiente, eran si ella iba a sanar algún día, si ella iba a morir pronto.
Para cuando papá bajó de la habitación de mamá aquella mañana calurosa de domingo y se sentó a mi lado mientras yo intentaba imitar a un niño que jugaba con su cochecito rojo de madera, yo supe inmediatamente que una de las preguntas que siempre me había hecho, ya había sido contestada.
Por casi media hora permanecimos los dos abrazados, llorando en completo silencio, sabiendo que si papá llamaba a la funeraria, vendrían a buscarla y en días estaríamos despidiéndola para no volverla a ver. Así que mamá se quedó en casa con nosotros, descansando siempre en la habitación de arriba, al igual que papá lo hizo, luego de pegarse un tiro en la boca con su vieja escopeta meses después, y al igual que haré yo cuando vea que mi momento llegue.