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Juntos


La mañana que mamá murió yo me encontraba sentado al primer escalón de entrada al porche de casa, jugando con mi cochecito de madera rojo que  papá había tallado para mí el invierno anterior, días después de ser despedido en la fábrica donde solía trabajar; aun conservo aquel juguete, y hasta lo he colocado en la cima de la repisa del living, junto a unos portaretratos con las fotos de la familia que una vez tuve y otras de aquella que ahora tengo.
Recuerdo aquel día como uno de mucho calor, tanto que hasta se podía ver salir vapor del asfalto y eran muy pocas las personas que se atrevían a salir  a la calle, y como por aquellos tiempos a nadie se le había ocurrido la idea de inventar el aparato de aire acondicionado, nosotros nos pasamos ese verano con la puerta y ventanas abiertas sin siquiera preocuparnos de que los mosquítos nos picasen o alguien entrase a la casa para robar mientras dormíamos.
Así que allí estaba yo, con mi camisa de domingo y mis pantalones cortos hasta la rodilla, acomodándome constantemente los tiradores, que se me resbalaban de los hombros, observando pasar los escasos automóviles por nuestra calle, y preguntándome cuándo volvería a ser la próxima vez que mamá saliese al porche a jugar conmigo o la viese prepararnos a papá y a mí el desayuno; porque desde la primera vez que mamá regresó del hospital, el año anterior a su muerte, ella se la pasó metida en su habitación, dejando todos los quehaceres de la casa a cargo de papá.
Por la mañana yo iba a la escuela. Papá me despertaba temprano, antes de de irse para el trabajo, y me preparaba lo que él consideraba sus ricos desayunos, los cuales consistían en un vaso de leche y un sandwich de tocino sin freír y queso que nunca se derretía como yo quería. Y aunque me gustaba ir a la escuela, que quedaba a pocas cuadras de la casa, y la Srta. Miller siempre me felicitaba por saberme al pie de la letra las lecciones, no hubo un solo momento en que no me sintiese morir si no estaba al lado de mamá. Claro que, una vez sonaba la campana de fin de clases, yo salía corriendo a casa a toda velocidad y, luego de dejar tirados sobre la cama todos mis libros y lápices, me dirigía a la habitación de mamá, que siempre tenía la puerta cerrada, y sin siquiera golpear o preguntar si estaba durmiendo o si quería recibirme, entraba, con el corazón palpitándome fuerte en el pecho y la esperanza de verla por lo menos maquillándose frente al espejo de la cómoda.
Pero no.
Mamá yacía en cama, tapada hasta la cintura sólo por la sábana y con dos almohadas bajo la espalda, las cuales le ayudaban a mantener la cabeza erguida y mitigaban sus ataques de tos, los cuales muchas noches me mantenían despierto, más allá de que yo durmiese en la planta baja de la casa. El cabello largo y rojizo le caía sobre los hombros huesudos y los brazos parecían haberse convertido en dos delgadas y quebradizas ramas que yo temía acariciar por miedo se rompiesen. Y aunque el rosado tono de su piel se había desvanecido ya por completo para dar lugar al amarillento y pálido color de la enfermedad que la estaba matando a pasos agigantados, el brillo de sus ojos azules todavía no había perdido su vida.Al verme parado en el umbral de la puerta, intentaba dibujar una sonrisa de labios secos y aliento a algo que me resultaba por demás desagradable y que hasta lograba meterse en cada uno de mis sueños.
Yo me sentaba a su lado, tratando de no aplastarla o quitarle la sábana, con el sol de la tarde penetrando en la habitación y dejando ver las pequeñas mótas de polvillo flotando en el aire, cayendo sobre la desgastada alfombra, depositándose sobre la mesa de luz, sobre las sábanas, sobre mamá y sobre mí.
Y por más que todas las conversaciones que tenía con ella trataban de cómo me había ido en la escuela, si la Srta. Miller me había dejado tarea para hacer o lecciones que estudiar, y si papá me había dejado suficiente dinero para el almuerzo en la cafetería, las únicas dos preguntas que me rondaban por la mente y parecían unirse a las motas de polvo en el ambiente, eran si ella iba a sanar algún día, si ella iba a morir pronto.
Para cuando papá bajó de la habitación de mamá aquella mañana calurosa de domingo y se sentó a mi lado mientras yo intentaba imitar a un niño que jugaba con su cochecito rojo de madera, yo supe inmediatamente que una de las preguntas que siempre me había hecho, ya había sido contestada.
Por casi media hora permanecimos los dos abrazados, llorando en completo silencio, sabiendo que si papá llamaba a la funeraria, vendrían a buscarla y en días estaríamos despidiéndola para no volverla a ver. Así que mamá se quedó en casa con nosotros, descansando siempre en la habitación de arriba, al igual que papá lo hizo, luego de pegarse un tiro en la boca con su vieja escopeta meses después, y al igual que haré yo cuando vea que mi momento llegue.