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La sesión

Supongo, todos hemos pasado por lo mismo alguna que otra vez. A mi, lamentablemente, me viene ocurriendo desde hace ya dos años y medio, y algo me dice que la cosa da para largo. Es por eso que decidí venir a verlo. Necesito ayuda, y parece que usted es el único psicólogo en todo Dover. Aun así, déjeme decirle que no estoy dispuesto a encarar ningún tipo de tratamiento. Sólo quiero hablar del asunto, que me de una respuesta, y luego marcharme.
Andrew Rodester cambió de postura en su sillón de cuero negro y alto respaldo, cogió su block de hojas y, de un lapicero de cerámica que tenía pintado " EL PAPÁ Nº 1 ", retiró un bolígrafo azul, y luego me clavó la mirada por unos segundos, sonriendome sólo por cortesía.
Sé que va a preguntarme sobre mi infancia...; si mis padres me quisieron o no, si me considero feliz o siento deseos de quitarme la vida, si duermo bien o tengo pesadillas recurrentes.
Al licenciado volvió a dibujársele una sonrisa.
Sí, tuve una buena infancia, y mi adolescencia no fue para nada traumática, ¿sábe?
Durante la secundaria mis notas siempre fueron promedio; nuca tuve que esforzarme demasiado y nunca debí materias-. Tampoco fui obeso ni demasiado delgado, o demasiado tímido para hablar con las mujeres.
Mis padres me amaron mucho, pero de vez en cuando, y sólo si me lo merecía, mi padre me daba una tunda... Con esto no quiero decir que el fuese uno de esos padres golpeadores; a mi nunca me puso un dedo encima (jamás entré a la iglesia o a clase con moretones en la cara o el labio partido al medio).  Si me daba tundas era por que yo me las había buscado. Si el viejo me daba con el cinturón, nunca era del lado de la evilla, y siempre apuntaba a mi trasero. Lo suyo era algo correctivo. Así crié yo a mis hijos, y a ninguno de los dos les fue nada mal. Uno, como padre, debe educar a sus hijos siempre con amor, entiende?, pero si a veces se pasan de la raya...
El teléfono en el consultorio vecíno sonó tres veces y luego se detuvo.
Ya ve..., mis hijos no me odian, y creo que mi esposa tampoco lo hizo, y nunca he tenido deseos de saltar por la ventana o cortarme las venas mientras tomaba un baño.
Sí, sí... Ya sé lo que va  a preguntarme... Que si no me han despedido del trabajo, ya no tengo problemas de pareja, me veo sano y todo lo demás... ¿Para qué vengo a verlo?
Rodester dejó de escribir, miró detenidamente la punta del bolígrafo entre sus dedos y lo cambió por otro.
Ocurre que estoy cansado de que nadie me escuche, de que me ignoren. Por eso he venido.
¿Quiere un ejemplo...?
Rodester, siempre callado, se cruzó de piernas e hizo algo que me molestó mucho... ¡Bostezó! Fue uno de esos largos bostezo homéricos donde el rostro queda por completo desdibujado en una mueca. Fueron cuatro interminables segundos en los que pude ver dos tratamientos de conducto y una emplomadura.
¡Eso fue una falta de respeto! Quise detenerme y pegar un grito en el cielo..., pero no lo hice.
Hace unos días, creo fue el martes pasado, fui al banco a retirar algo de dinero. Yo estab en segundo lugar en una fila de tres personas. la mujer delante mio termina de hacer su depósito y, justo cuando yo estoy por saludar a la cajera con un " buen día, quisiera retirar dinero de mi cuenta ", ¿sábe que ocurre? La empleada apunta con el dedo a la persona detrás de mi y le dice " ... sí, usted, adelante ".
¿Puede creerlo? Me ignoró por completo.
Pero no crea que ese es solo un caso aislado. De serlo, yo no estaría aquí.
Algo similar me ha pasado en el trabajo. Allí, en la oficina, somos cinco personas: tres hombres y dos mujeres.
Antes, cuando llegaba por la mañana, todos me saludaban, y hasta me preguntaban bobadas tales como "¿qué tal tu día ayer?". ¡Como si el día anterior no nos hubiesemos visto, o "¿has visto ayer el programa de Johnny Carson?".
Ahora, sólo me ignoran.
Los viernes, una vez terminada la jornada, solíamos ir al bar de la esquina a bebernos unas cervezas y jugar a los dardos. Ir a por unas risas, como dicen.
Rodester dejó el bolígrafo sobre el escritorio, casi vacío, salvo por un pequeño relój digital, un portarretratos, y el lapicero.
... De un día para el otro, la cosa cambió. Yo iba con ellos, e incluso hasta me sentaba a la misma mesa y llamaba a la camarera para que nos atendiese. Cuando ella regresaba, en vez de cinco vasos, traía cuatro. ¡Cuatro vasos! Ya se imagina quién se quedaba sin tomar cerveza... ¡Moi! Y cada vez que intentaba iniciar o participar de una conversación, nadie parecía interesarse en lo que yo pudiese decir.
Se que podría llegar a decirme que todo esto me lo estoy imaginando, que es imposible el ser ignorado todo el tiempo por todo el mundo.
Al principio, cuando todo comenzó, llegué a pensar lo mismo. " Son ideas tuyas ", me dije.
Ideas mías.
En casa fue peor...
¿Acaso, no hay nada peor que ser ignorado por tu propia familia?
Yo llegaba a casa, y en vez de cuatro platos, sólo había tres sobre la mesa.
Y si piensa, o se atreve a pensar que mi matrimonio y mi familia estaba cayendo por un barranco, está muy equivocado. Nunca tuve una sola discusión con mi mujer, mis hijos nunca me faltaron el respeto y, creo, el clima familiar en general siempre fue bueno.
Solo fueron ignorandome.
Resumiendo, por que sé que no queda mucho tiempo de sesión, y ya quisiera irme, le diré cómo acabó todo.
Ya le he dicho que los viernes solía salir con mis compañeros de trabajo. Ese viernes llovía torrencialmente, y aunque los demás sí se fueron al bar, yo decidí regresar a casa temprano.
Recuerdo que encendí la radio, cosa que nunca hago por que no me gusta distraerme mientras conduzco, y sintonizé en la estación de rock clásico. Jim Morrison le decía a su chica, " vamos, nena, enciende mi fuego" una y otra vez. Y hasta me encendí un cigarrillo, cosa que tampoco hago mientras conduzco.
Me sentía bien.
Aparco el coche justo detrás de un Datzun 240z color azul, y mientras voy retirando las llaves de casa del bolsillo trasero del pantalón, me vuelvo a decir que todo esto es idea mía, que estoy pasando por alguna clase de depresión andropáusica, que en realidad nadie me ignora.
-Cariñoooo..., lleguéee- digo en voz alta.
Pero ella no contesta.
Sé que anda en casa, por que el aparato de televisión está encendido y el lavarropas no para de hacer ruido.
Entonces, subo las escaleras y me dirijo a la habitación.
Ya se imagina... No, no se lo imagina.
Abra la puerta, que estaba algo entornada, y no llego a decir " amor, vine temprano ", que la veo debajo de un tipo a quien nunca vi en mi vida, abrazada y a los besos en la cama.
Una imagen por demás horrible, ¿sábe; Ver a tu esposa debajo de otro hombre, con las piernas en alto, y al tipo con los malditos pantalones bajos hasta la rodilla, no es exactamente lo que llamaría la culminación de un buen dia.
Un hombre puede soportar muchas cosas, licenciado..., hasta el ser ignorado por completo, si se quiere. ¿Pero que tu mujer te engañe con otro hombre...? No tengo palabras para describir lo que sentí.
Me quedé parado en el umbral, viendo como ambos se movían en la cama, esperando el grito de horror de ella y la expresión de " me atrapaste" en el rostro de él.
Nada. Siguieron como si yo no estuviese allí.
Fue entonces que bajé a la cocina y, tras buscar uno de esos cuchillos para cortar grandes trozos de carne, regresé para asesinar a ambos.
El tipo no se lo vio venir. Creo que estaba muy consustanciado en lo suyo.
Cuando lo quité de encima, entre gritos y arañazos ella intentó zafarse.
Déjeme decirle, que al ver el reguero de sangre en el suelo, prácticamente toda la sábana, y observar que parte de la pared pegada al cabezal de la cama estaba salpicada, llamé a la policía dispuesto a entregarme.
Las sirenas no demoraron en hacerse oír y, como corresponde, fui esposado y acusado por el asesinato de mi esposa y su amante.
Pasé cinco días en la cárcel del condado. Ese último día, el comisario me visita a mi celda, y en vez de decirme que mi juicio se iniciaría pronto, me dice que soy un hombre libre, que hubo un error, que no soy sospechoso de nada...
-¡Pero si asesiné a ambos!- le grité- ¡Los asesiné a los dos! ¡Tiene que encerrarme!
El tipo me mira como si le estuviese hablando en chino, sabe..., y me dice "sí, claro"
¿Quiere oír algo gracioso?
Según el informe policial, y esto es de no creer, mi esposa y su amante tuvieron una terrible discusión mientras tenían relaciones. Como el cuchillo, casualmente,  estaba en la habitación, él lo tomó y, en un ataque de locura, primero le enterró el arma en la frente y luego, eufórico, le cortó el cuello de oreja a oreja. Y al ver lo que había hecho (los médicos forenses no se pueden explicar cómo demonios logró hacerlo), él mismo se apuñaló por la espalda seis veces. ¡Seis!
Y si me pregunta por mis arañazos, le digo que nadie me revisó.
Así que ya ve... Siempre me han ignorado. Asesiné a dos personas, lo confesé e insistí en mi culpabilidad, ¿y que ocurre? ¡Me ignoran!
¿Entiende lo que le digo, Licenciado?
Rodester vuelve a levantar la mirada, deja el anotador sobre el escritorio, y al mismo tiempo que yo puedo ver que, en vez de escribir sobre mi caso, durante todo ese tiempo no ha hecho más que dibujar casitas, paisajes, soles y garabatos inexplicables, me dice... " ¿perdón, por qué razón dice que viene a verme? "

El silbido en el baño

Hace varios años ya, cuando supe dar clases sobre literatura inglesa del Siglo XIX en la Universidad de Maine, un grupo de estudiantes de segundo año se me acercó hasta donde yo estaba sentado disfrutando del sol de media mañana y, a punto de llevarme a la boca mi primer bocado de un sandwich de atún, queso y aceitunas, que mi esposa me había preparado la noche anterior. No habían transcurrido ni diez minutos desde que había salido de mi clase y había encontrado un bonito lugar para tomar mi descanzo, y ver a aquellos estudiantes con sus expresiones más llenas de dudas que de certezas, hizo que me resignase a tener que abandonar mi almuerzo para más tarde. Así que, tras volverlo a meter en su bolsita plástica y, evitando lo mejor que pude, de largarles una severa mirada de disgusto, me dispuse a escuchar atentamente la serie de preguntas que me esperaban.
-... Crée usted, entonces, profesor, que las historias y relatos de fantasmas ya estan pasadas de moda?- quien formuló la pregunta fue un delgaducho y, hasta donde puedo recordar, siempre despeinado, estudiante llamado Thomas Doninghast. El había entrado a la universidad el año anterior, a apesar de estar un semestre atrasado con sus trabajos y haber reprobado varios exámenes, tenía una voluntad inquebrantable.
-No, no, no. Yo nunca dije tal cosa, Sr. Doninghast..., y si tiene más preguntas para hacerme, por favor, hágalas sin tener goma de mascar en su boca, que puedo verle hasta las amígdalas.
Los tres estudiantes que lo acompañaban no pudieron evitar una carcajada. Thomas enrojeció de verguenza, se quitó la arrugada y húmeda bola de goma de mascar y, tras bajar la cabeza, la arrojó al cesped.
-... Si hubiese entendido mejor mis palabras..., la consigna para el trabajo que les he encargado para la semana siguiente, más que seguro, ninguno de ustedes estaría aquí preguntandome esto.
De más está decir que, tanto Jonathan Blake, Tina Orlan y Charles Desmond clavaron sus miradas en Thomas como diciendo "BIEN HECHO, IDIOTA!!... Ahora, seguro, tendremos que tomar notas".
-Lo que quise decir esta mañana es, que si algo le ha faltado a muchas historias y relatos sobre espíritus y fantasmas, es eso que comunmente solemos llamar "originalidad".
-Pero, profesor...-, esta vez fue Tina Orlan quien intentó cuestionarme algo que tal vez dije durante clase, pero sólo se quedó con la boca entreabierta por un instante y luego, al darse cuenta que yo aun no había terminado, la volvió a a cerrar.
-No puedo, y creo tampoco ustedes, no apreciar la genialidad indiscutible de un John Masefield, Charles Dickens o hasta del mismo Algernon Blackwood, para escribir historias que nos hielen la sangre, dejándonos en vela gran parte de la noche, incapaces de apagar la luz de nuestra habitación para irnos a dormir. Es, déjenme decirles, al leer historia tras historia, tanto de estos como de otros autores, que podemos ver similitudes en ambientación, personajes y tramas; escenarios ubicados en ruinosas y por demás viejas casas de infinitas habitaciones, mansiones situadas en medio de bosques casi impenetrables donde nada, salvo el canto de los pájaros y el sonido de las hojas y ramas de los arboles siendo agitadas por el viento, puede escucharse. Y vemos pálidas siluetas fantasmagóricas pulular por oscuros e interminables pasillos, arrastrando tras ellos el peso de gruesas y oxidadas cadenas...
El sol, para ese momento, ya había comenzado a darme de lleno en el rostro, haciendome casi imposible levantar la mirada.
-Jamás, ni siquiera con autores actuales, he tenido la oportunidad de leer una sola historia cuyo escenario y trama se aparte de lo supuestamente establecido... Nunca un relato sobre fantasmas viajando en tren o tomando vacaciones, espectros sentados a la mesa de un bar, discutiendo sobre lo dificil que resultaba asustar a la gente hoy día. Nada de eso. Eso es lo que deseo de ustedes para la semana que viene..., que cada uno escriba su propia historia de fantasmas, que se olviden de todo lo que creen se debe hacer para escribirla y sean ustedes mismos. Y para que vean que no estoy pidiendo gran cosa, yo mismo les contaré una que, desgraciadamente, tuve chance de vivir en carne propia...

Lo que voy a contarles me ocurrió durante el receso de verano de la universidad de Portland, donde cursaba mis estudios. Yo tendría unos veintitres años y, al igual que el nuestro querido Sr. Doninghast, tambíén estaba atrasado con varias materias y me encontraba debiendo seis o siete trabajos de investigación; tanto así que, una tarde, recibí un comunicado de la secretaría académica avisándome que, de no subir considerablemente el puntaje de mis notas y no entregar todos mis trabajos para mitad de septiembre, me vería obligado a abandonar mis estudios.
De más está decir que, esa misma noche llamé a mis padres para decirles que no los podría ver hasta uno o dos dias antes de navidad.
De un día para el otro, tanto la biblioteca como la sala de estudios dejaron de ser sitios evitados por mi, a los cuales había considerado desde los comienzos, algo peor que la peste. Allí empecé a pasar mis mañanas y tardes, leyendo un libro tras otro, tomando notas, e intentando no perder mi beca. Sólo me marchaba de la biblioteca minutos antes del cierre, y cuando lo hacía, regresaba a mi habitación con dos o tres pesados volúmenes.
Mi compañero de cuarto, a quien he vuelto a ver sólo una vez, y por casualidad, se había marchado a visitar a sus padres, que vivían en Orgentown (demonios si sé donde queda aquel lugar), y no tenía planeado regresar a la universidad hasta los primeros días de clase. Y debo decir, que aunque nunca nos habíamos llevado del todo bien, si algo rescato de las semanas que estuvo ausente, fue su colección de discos. Steve Bauman, o Steveman, como se hacía llamar, fue el primero en fumar marihuana en el campus de la universidad, el primero en usar campera de cuero con flecos en las mangas y sandalias, y el primero en hacernos escuchar Jefferson Airplane (banda que aun sigo escuchando cada mañana que conduzco hasta aquí y regreso a casa). Gracias a que no se llevara sus discos y dejase el aparato que los hacía sonar, mis noches de estudio fueron más amenas.
Recuerdo que, al entrar por primera vez a la que, por cinco años, iba a ser nuestra habitación, vi a Steveman sentado al escritorio, no estudiando ni nada parecido, sino armándose uno bien grande. Ese fue el único uso que le dimos al mueble durante cuatro años. Y en su ausencia, yo me ocupé de llenarlo de libros abiertos, papeles hechos bollos y bolígrafos de todos los colores.
Bien, ya les he contado que, tan pronto abría sus puertas y hasta casi la hora del cierre, yo me internaba en la biblioteca para estudiar. Quien estaba a cargo era una agradable mujer de unos cuarenta años, llamada Josephine Artley, que siempre llevaba el cabello sujeto por unos pallillos de madera. Y aunque tenía fama de ser implacable con aquellos que se atrasaban con la devolución de los libros, conmigo parecía haber hecho la ecepción.
Fue en el transcurso de una de mis tantas visitas a la biblioteca cuando, ya con la vista cansada y la vejiga implorándome a gritos ser aliviada, me levanté de mi asiento dejando todos los materiales de trabajo sobre la mesa y, casi corriendo, me dirigí al baño de hombres.
-Sr. Thomson- Josephine se asomó tras el mostrador de atención al público-, recuerde que en quince minutos cerramos.
A lo que contesté, sólo me demoraría un instante.
El baño de hombres se hallaba justo al final de un ancho y bien iluminado pasillo de piso de baldosas color madera y paredes color crema. Y recuerdo que, llegar hasta la puerta me resultó todo una travesía.
Finalmente, con mi vejiga a punto de soltar todo el contenido y dejarme por completo empapado el único pantalón que me quedaba limpio, abrí la puerta de entrada.
¡Que alivio! ¡PEROQUEALIVIOOOOO!
Mientras dejaba que mi orina desapareciese por la cañería del minjitorio, alguien sentado al retrete comenzó a silbar una graciosa tonada.
Supuse que se trataba de alguno de los empleados de la biblioteca, pero luego me vino a la mente que los dos que trabajaban con la Sra. Artley estaban sentados al mostrador, con un pilón de fichas cada uno. También se me ocurrió pensar que se trataba de otro alumno, alguien que había estado en la biblioteca estudiando y yo no había visto; también recordé, que los pocos alumnos que habían estado en la sala de estudio, se habían marchado hacía unas horas.
Y el silbido seguía.
No voy a negar que sentí curiosidad por saber quién demonios se hallaba oculto tras una de las tres puertas de los retretes, así que, una vez me subí el cierre del pantalón, sigilosamente me fui encorvando para lograr, por lo menos, ver un par de zapatos o zapatillas.
No había nadie en el primer retrete.
En el, segundo la puerta se hallaba entreabierta, permitiéndome comprobar que éste también se encontraba desierto.
Y el silbido, aquella tonada tan parecida a la que podrías escuchar al iniciar el show de "Los tres chiflados", y que tan graciosa me había parecido en un principio, ahora me había puesto nervioso.
Un par de zapatillas azules y parte de un gastado jean.
-¿Eres tú, Roger?- atiné a pregunta, aunque en el fondo sabía que Roger Knicks, quien solía sentarse a mi lado durante las clases de interpretación literaria y tenía su habitación pegada a la nuestra, se había marchado a ver a su novia.
El silbido se detuvo.
Hubo un corto pero profundo silencio entre el desconocido en el retrete y yo, solo interrumpido por el contínuo "plick... plick... plick" de las gotitas de agua cayendo de una canilla mal cerrada.
Me incorporé al escuchar que la traba en la puerta era corrida, y el cartel de "OCUPADO" se había convertido en "DESOCUPADO".
Pero, ni la puerta fue abierta ni nadie tiró de la cadena.
La tonada volvió a sonar, y ya no pude contenerme más.
Abrí la puerta de un tirón, dispuesto a dar una golpiza al mal nacido.
El cubículo estaba vacío. Nada...
La tapa del inodoro se hallaba levantada, pero no había nadie sentado.
Asustado, sim comprender en absoluto lo que había vivido, di media vuelta y, justo cuando estaba por abrir la puerta y salir corriendo, el mismo silbido...
Nunca me animé a preguntar a nadie sobre el fantasma en el baño de hombres del edificio de la biblioteca.
De ahí en más, cada vez que tenía que ir a la biblioteca y sentía ganas de ir al baño, me aguantaba hasta llegar a mi habitación.

El Deseo

Todo lo que ella pidió aquella tarde, tras fortar insistentemente la lámpara mágica y que, segundos después, el genio se le apareciese envuelto en una nube casi fosforescente, y le ofreciese los tres deseos tradicionales, fue ser dueña absoluta del artefacto.
obviamente, sabiendo el genio que, sin importar la cantidad de deseos solicitados mientras se respete lo convenido antemano de tres y solo tres como cantidad tope para deseos, él estaba obligado a obedecer, aceptó la petición de la mujer con su más amplia sonrisa y una reverencia... Aun así, no pudo evitar preguntar : "¿Acaso no quieres hacer uso de tus dos restantes deseos o cambiar de idea con el que has pedido?"
Ella lo pensó detenidamente y, con total seguridad, contestó que no.
-Eso es lo que quiero, ser dueña de la lámpara.
-Muy bien, entonces. Tus deseos son órdenes- contestó el genio, quien momentos más tarde, volvió a meterse en la lámpara.
No habían pasado más de diez minutos cuando la nube fosforescente y el genio aparecieron por última vez ante la mujer. El ya no llevaba puestas las típicas vestimentas de genio araba, sino unos gastados jeans y una camisa a cuadros, y colgando del hombro izquierdo un bolso lleno de ropas.
-¿Qué se supone que estás haciendo?- preguntó ella, sin entender nada de lo que estaba ocurriendo.
-Cumpliendo con tu deseo. ¿Acaso no has pedido ser dueña de la lámpara?
-Si, pero...
-¿Y acaso cuando te pregunté si querías hacer uso de los dos deseos que te quedaban, no me has dicho que no?
Fue en ese momento, mientras se quedaba estática observando como el genio abría la puerta de salida de su casa para marcharse y no regresar, ella comprendió que su deseo había sido mal expresado.


Con todo mi amor, para Clau.

EL ARMARIO OCUPADO (EN PROGRESO)

Tan pronto como Jessie Adams se metió en la cama, tapándose hasta el cuello con las sábanas y frazadas (porque era invierno y, aparte, el sistema de calefacción central de la casa no funcionaba correctamente), se aferró fuerte a su oso de peluche Winnie the Poo, y comenzó a mirar a su alrededor. Casi todo estaba en orden; la ventana se hallaba cerrada y la persiana estaba baja, y los juguetes y muñecas se encontraban esparcidos por sobre la alfombra de la habitación. A su derecha, contra la pared, el escritorio donde hacía las tareas escolares o se ponía a dibujar unicornios. A su izquierda, la mesa de luz, con dos portarretratos sobre ella, y más allá, el armario con sus dos puertas rectangulares abiertas.
No todo estaba en orden.
-¡Mamiiiii!
-¿Qué ocurre, Jessie ?
Los pasos de su madre saliendo de su habitación, recorriendo el pasillo hasta llegar al umbral de la puerta de entrada a la habitación de su hija.
-¡Las puertas, mamiii! ¡Las puertas del armario estan abiertas! ¡Ciérralas, por favor! ¡Ciérralas con llave!
-Esta bien, hija, pero no hace falta de que grites. Estoy aquí, por Dios y todos los santos...
Con un suspiro, su madre se dirigió al armario y cerró ambas puertas echándole llave, y se acercó a su hija, que parecía hallarse al borde de un ataque de nervios.
La oscuridad del interior de aquel armario cargado de ropas colgadas había desaparecido. Fuera lo que fuese que vivía allí dentro, ahora estaba encerrado.
-¿No te parece que ya estás demasiado grande para andar armando semejante escándalo? Ya te he dicho una y mil veces que no hay nadie metido dentro del armario. El monstruo del armario no existe, ¿entiendes? Lo mismo te digo con lo del hombre de la bolsa o el cocodrilo debajo de la cama.... Nada de eso es real, querida... Nada.
-Pero mamiiiiii...
-Mira, Jess, cuando tenías cinco años, podía entender lo del armario... Algunos niños no logran dormirse si no tienen entreabierta la puerta de la habitación e incluso la luz del pasillo encendida... Pero luego crecen..., como tu lo has hecho, y se dan cuenta que...
-¡Esas son mentiras!- gritó Jessie, que ya había empezado a dejar que las lágrimas le resbalasen de los ojos. Las mejillas prácticamente en llamas de coloradas que estaban.
-¡Y también lo del asunto del armario! Así que te duermes, sino quito la traba a las puertas- dijo, señalando en dirección al armario.
Jessie se quedó en silencio, como pensando en lo que su madre le había dicho. Sabía que el hombre de la bolsa era todo un cuento...



Sin sueño

Daniel Peterson no demoró mucho tiempo en darse cuenta que, esa noche, al igual que las seis anteriores, no lograría dormirse. Eran cerca de las tres y cuarto de la madrugada y él ya había perdido la cuenta de cuántas vueltas había dado en su lado de la cama, tapándose y destapándose, cambiando de posición la almohada, descubriendo nuevas e incómodas posiciones que, al fin y al cabo, solo contribuyeron a mantenerlo aun más despierto e irritable. Del otro lado de la cama, alejada del mundo inmediato, Abby dormía plácidamente.
Ella tenía la costumbre (él lo descubrió cinco noches atrás) de hacer ruido con los molares. Movía la mandíbula hacia atrás y hacia delante, incluso de derecha a izquierda (no precisamente en ese orden) provocando un molesto ruido que, para él, solo terminaba cuando ella estaba a punto de despertarse. También la oía murmurar en sueños; frases cortas, palabras sueltas, nada que tuviese real sentido. Lo gracioso de esto era que, después de quince años de matrimonio, durmiendo en la misma cama, discutiendo y amigándose allí, hablando mientras miraban alguna película en la televisión o haciendo el amor bajo las sábanas, las cuales siempre terminaban en el suelo y por la mañana hacían un viaje a la lavadora, él lo había notado.
“Uno nunca termina de conocer a la persona que tiene al lado, aunque sea su propia esposa”; pensó.
La persiana estaba baja hasta la mitad, permitiéndole la vista de un cielo oscuro y despejado de nubes sobre casas de techos bajos. La suave brisa que entraba en la habitación hinchaba el cortinado hasta que éste se elevaba para soltar un tibio y sonoro suspiro. Atrás había quedado el tiempo en que, niño, veía aquella situación con pavoroso miedo; sábanas convertidas en fantásmas que intentaban tocarlo pero nunca lo lograban.
Michael se levantó de la cama para mirar hacia fuera. Algunos coches estaban aparcados, iluminados sus techos a la luz de la luna. Y salvo por los furiosos gritos de una gata recibiendo a su amante, todo se hallaba en el más profundo de los silencios. No vio a nadie caminar por la acera. Ningún coche pasaba, ni siquiera a baja velocidad. La luz del semáforo había cambiado de rojo a verde, y así se mantuvo por dos minutos.
Cuando regresó a la cama, Abby se había dado vuelta, dándole la espalda y robando gran parte del territorio de sábanas que a él le correspondía, y él tuvo que taparse con lo poco que le quedaba (la mitad derecha del cuerpo al descubierto), y cerró los ojos esperando dormir aunque sea por cinco o seis horas.
A las cuatro y veinte abrió los ojos solo para darse cuenta que Abby se había apoderado por completo de las sábanas y tenía dibujada una notoria sonrisa.
“Te gané! Vuélvete a dormir y ya verás como me quedo con toda la cama también”; parecía decir.
También notó que pronto necesitarían volver a pintar el techo, que el grifo del cuarto de baño nunca quedaba del todo cerrado, la cantidad de sonidos que uno podía lograr oír en una noche demasiado silenciosa, y que ya podía empezar a despedirse de dormir durante una noche completa... Para siempre.
“Cuando Abby despierte le contaré de cómo, mientras ella duerme, me roba las sábanas, y hace ese maldito ruido con los molares, que yo no puedo dormir en toda la jodida noche, y que llame a Frank Bowman”.
Bowman había sido su médico desde que él se mudara a Dover junto con su esposa, dos meses después de que su hija se casara y se mudara a California, dejándolos solos y viviendo en una casa con demasiadas habitaciones sin utilizar. La idea de salir de Maryland y comprar una casa en el condado de Dover, Maine, había sido de ella, para que él pudiese trabajar mejor en sus novelas, las cuales nunca llegaban ni al décimo puesto en la lista de Best sellers.
Michael conoció al Dr. Frank Bowman gracias a su primer infarto, el cual ocurrió el 12 de Septiembre de 1998, dos días después de su cumpleaños número cincuenta y ocho,  luego de dejar las dos bolsas de papel marrón, repletas de comestibles que había comprado en el supermercado. La sensación de dolor en el brazo izquierdo, mezclada con un terrible ardor en el pecho, lo vencieron en cuestión de segundos, derribándolo al suelo, y en lo único en que Michael Peterson, autor de “Escamas del Dragón” y “Liga de Espías”, entre otras novelas, llegó a pensar en ese momento, mientras el cartón de leche dentro de una de las dos bolsas marrones caía al suelo para abrirse y dejar todo el contenido derramándose, fue ... “Abby no puede verme muerto en la cocina...”. Pero no fue así, ya que ella estaba entrando a la cocina cuando vio a Michael tirado en el suelo con una innegable expresión de dolor.
Bowman fue el médico que lo atendió luego de que los paramédicos lo llevaran en ambulancia al hospital y él fuese derivado a cuidados intensivos. Y no transcurrieron cinco minutos hasta que llegó a la sala de operaciones. Al día siguiente, Bowman le había dicho que la intervención había sido un éxito, que le había colocado un by-pass, y que era un gran admirador suyo.
-“Liga de espías”, sin duda alguna está muy por arriba que cualquier novela de Tom Clancy.
Desde ese momento, Michael consideró a Frank Bowman como su médico personal, y más importante, su amigo.
Dos semanas después, Michael le regaló una copia de “Liga de Espías” autografiada y dedicada.
Pero ahora no podía dormir, y la idea de empezar a tomar píldoras para el sueño le resultaba por demás deprimente. ¿Qué seguiría después, cuando tomara conciencia de que su cuerpo ya se había acostumbrado ellas y todo volviese a la “normalidad” de no dormir en toda la noche?
La respuesta era sencilla: más pastillas, y no solo en cantidad, sino en variedad de nombres, compuestos y colores.
Volvió a cerrar los ojos.
No transcurrieron más de cinco minutos cuando Abby regresó con su “concierto de ruidos molares”.
“TRAK-TRAKTRAK-TRAKTRAKTRAKTRAK-TRAK”
“LA FUNCION HA COMENZADO. SEIS DIAS SEGUIDOS. TODOS LOS TICKETS VENDIDOS, Y A UNA SOLA PERSONA... ¡MIIICHAEELLL PEEETEERSON!”; se podía leer en el cartel luminoso de su mente.
Si, había adquirido todos los ticket, y en este preciso instante se hallaba situado en primera fila.
Primera maldita...
“TRAKTRAK-TRAK-TRAKETITRAK-TRAK-TRAK”
... fila.
Aquel sonido fue creciendo en intensidad, haciéndose más y más fuerte. Aquel “TRAKETITRAKTRAKTRAKTRAKETITRAK” se convirtió de audible a ensordecedor, golpeaba dentro de su cabeza como veloces martillazos contra una pared metálica.
Fue entonces que ella volvió a darse vuelta, destapándose y empujando las sábanas fuera de la cama con los pies.
Algo se desdibujó en el rostro de Abby, o era que comenzaba a tomar una forma completamente diferente a la que él conocía. Algo monstruoso estaba naciendo de ella, algo que fue manifestándose de forma borrosa, confusa, imposible. Un rostro de oscuros y profundos huecos por ojos, puntiagudos dientes amarronados “traqueteando” en una boca sin labios, sujetos por encías hinchadas. Una boca de la cual ya no salía el aliento a sueño y cena digerida, sino algo con hedor a agua turbia, carne descompuesta.
-Es el sueño. Son las noches sin dormir- se dijo.
“TRAKTRAKTRAKTRAK-TRAKETITRAKTRAK-TRAK”
El aliento era real, demasiado tangible.
-¿Abby?- atinó a decir- ¿Estás bien, querida?
-Tu Abby está conmigo ahora- fueron las palabras que salieron de los labios de quien, horas antes, había sido su esposa...
La noche siguiente, decidió que sería mejor comenzar a dormir en el cuarto de huespedes.

Habitación cerrada


Catherine Darr no se sorprendió en absoluto al observar cuán rápido podía llegar a crecer lo que en un comienzo había sido la llama de un fósforo encendido arrojado sobre la alfombra que llenaba por completo el piso de la habitación que su esposo y ella compartían. Tampoco le llamó la atención lo rápido que el fuego logró alcanzar la cama, las cortinas…, todo. La puerta estaba cerrada con traba, y ella se había ocupado de lanzar la llave por la ventana junto con las ropas colgadas dentro del armario, su hija de dos años, y el frasco de pastillas antipsicoticas.
Eran cerca de las nueve y media de un lunes demasiado caluroso, tanto dentro de la habitación como fuera de ella.

Descenso


 Kyle Blackwood terminó de separar la cabeza del cuerpo del niño que dos días atrás había recogido en el centro comercial y la metió dentro de una de las dos bolsas plásticas transparentes que quedaban por llenar, la cual cerró haciéndole un apretado nudo.
“Hasta aquí hemos llegado”, parecía decir aquella carita de ojos y boquita abierta, desde el interior de la bolsa.
Dejó la cuchilla dentada sobre la mesa y con un trapo se secó las manos empapadas en sangre y restos de cabello, y buscó del armario los dos libros que, según el vendedor a quien se los había comprado tan solo dos semanas atrás, garantizaban Satán se le aparecería.
Dentro de la habitación hacía calor, tal vez demasiado, debido a que las persianas estaban bajas y el ventilador de techo tenía el motor quemado.
¿Cuántas veces Kyle había asesinado para llamar la atención de Lucifer? ¿Diez? ¿Quince? Ya había perdido la cuenta.
Al principio, durante el invierno del año anterior, se dijo que sólo se iba a dedicar a hombres y mujeres, pero niños nunca. Hasta allí llegaría. Ese era su límite.
Pero Satanás jamás se le presentó, por más deseo y esfuerzo que él pusiese en el asunto; ni siquiera una señal. Nada.
Ya habían transcurrido cuatro meses desde que había cruzado la barrera de no matar niños; los recogía en el parque, en algún centro comercial, los encontraba en la vereda, metidos en sus carritos de bebé mientras sus madres se hallaban distraídas mirando alguna vidriera o comprando algo a escasos metros. Algunas veces ni siquiera necesitaba convencerlos con promesas de caramelos o juegos de parque de diversiones; simplemente les tomaba de la mano o alzaba en brazos y se marchaba con ellos. Al finalizar la tarde, siempre había alguno en la parte trasera de su furgoneta.
“Esto es para ti… Ven... Te espero. Preséntate! Esta es mi ofrenda…”; solía decir cada vez que metía un niño en su habitación y, con una sonrisa alegre, le explicaba detalladamente cada cosa que iba a hacerle, mientras la criatura gritaba y lloraba implorando por su mami en un mar de lágrimas y mocos.
Luego, silencio…
Pero EL nunca se presentaba.
Tampoco se presentó esa tarde, ni lo hizo la siguiente…
Por cinco noches no durmió, preguntándose dónde había fallado, qué le había faltado. Los libros obtenidos, claramente, luego de haberlos leído y releído una y otra vez hasta que las palabras en cada hoja dejaron de tener sentido, estaban equivocados.
Kyle no demoró en comprender que estaba perdido, que de todo lo que había hecho nada había servido a Satanás, que nada había le había llamado la atención; ninguna ofrenda suficiente.
Tal vez, pensó, su última noche de insomnio, mientras llenaba la bañera para quitarse la vida allí, cortándose las venas con una hojita de afeitar ya oxidada, todo aquello había sido en vano.
Casi recostado ya dentro de la tina, sosteniendo la hoja de afeitar entre el pulgar y el índice de su mano izquierda, intentó recordar cuando fue la última vez que estuvo con una mujer, la última vez que tuvo un hombre entre sus piernas, su mejor muerte…
Presionó la hoja de afeitar sobre la cara interna de la muñeca dispuesto a trazar una profunda línea hasta el antebrazo, pero se detuvo en el proceso.
Algo había cambiado en ese momento; no dentro de la casa, tampoco fuera de ella, ni siquiera dentro de sí mismo. No fue un cambio perceptible a simple vista, como el paso del verano al otoño, el movimiento de las hojas de un árbol cuando sopla el viento, o la lenta pero segura transformación de una oruga en una mariposa… Esto era algo por completo distinto…; algo que le decía que
“Debo ser yo. Siempre debí ser yo”; dijo la voz dentro de su cabeza.
Esa misma noche fue el comienzo de su largo camino.
Tras recorrer uno por uno los avisos sexuales en el periódico buscando no sabía bien qué, Kyle levantó el tubo del teléfono y llamó a quien, dos horas y media después, hizo de él un verdadero cenicero humano.
Cuando sonó el timbre y abrió la puerta, supo que el primer paso había sido dado, que el alto muchacho de veintidós años que tenía delante suyo, de cabellos rubios demasiado cortos y sin brillo, ojos color miel y cejas demasiado finas para tratarse de un hombre, le ayudaría, por lo menos por primera y única vez, en su travesía; Después, Kyle simplemente seguiría por su cuenta…
En ningún momento hizo más preguntas al joven que las necesarias; ningún pedido especial fue hecho; ningún límite fue marcado. Sólo dejó que el joven se cubriese el rostro con una máscara de cuero negro sin más orificios que en los ojos y en boca y fosas nasales.
Cada presión que el muchacho enmascarado hacía de cigarrillo encendido tras cigarrillo encendido sobre su piel fue recibida con lágrimas al principio, silencio luego, placer, dolor y deseo. Siempre deseo. Aquel sentimiento por sobre todas las cosas.
Y para cuando el chico terminó, dejándole por todo el cuerpo pequeños botones de carne chamuscada del tamaño de monedas de cinco centavos, Kyle comenzó a pensar en que alguien, desde abajo, lo estaba mirando…
Día y noche busco ser perro de alguien, se dejó penetrar por desconocidos de toda clase y objetos de todo tipo; la noche que por primera vez se olvidó de si mismo y se encomendó a convertirse en nada, permitió que una niña de diez años le arrancase las uñas de ambas manos con una tenaza mientras su padre observaba todo desde un sillón. Durante tres días permaneció en un sótano, suspendido en el aire por medio de ganchos en la espalda. De todas y cada una de las veces que fue usado y abusado, humillado y mutilado, siempre se encontró rodeado de espectadores; eran seres que no deseaban entrar en la acción, sino que disfrutaban presenciándola desde distintos puntos.
Poco tiempo fue necesario para que el nombre “Kyle” fuese conocido en ciertos círculos muy exclusivos. Poco tiempo, para que no hubiese una sola persona que no hubiera probado un poco de él. Aquellos que nunca habían probado a Kyle no se demoraron en hacerlo, y quienes ya lo habían hecho terminaban esperando una segunda oportunidad.
Finalmente, cuando ya nada quedaba útil en él para ser ofrendado, cuando dejó de ser el centro de atracción y otro ocupó su lugar, y sólo fue visto como si se tratase de la viva imagen de la muerte, convertido ya en pulpa y sangre de algo que anteriormente había sido un humano, Kyle comprendió que su viaje no había sido en vano.