contacto

agpellegri@hotmail.com

El Deseo

Todo lo que ella pidió aquella tarde, tras fortar insistentemente la lámpara mágica y que, segundos después, el genio se le apareciese envuelto en una nube casi fosforescente, y le ofreciese los tres deseos tradicionales, fue ser dueña absoluta del artefacto.
obviamente, sabiendo el genio que, sin importar la cantidad de deseos solicitados mientras se respete lo convenido antemano de tres y solo tres como cantidad tope para deseos, él estaba obligado a obedecer, aceptó la petición de la mujer con su más amplia sonrisa y una reverencia... Aun así, no pudo evitar preguntar : "¿Acaso no quieres hacer uso de tus dos restantes deseos o cambiar de idea con el que has pedido?"
Ella lo pensó detenidamente y, con total seguridad, contestó que no.
-Eso es lo que quiero, ser dueña de la lámpara.
-Muy bien, entonces. Tus deseos son órdenes- contestó el genio, quien momentos más tarde, volvió a meterse en la lámpara.
No habían pasado más de diez minutos cuando la nube fosforescente y el genio aparecieron por última vez ante la mujer. El ya no llevaba puestas las típicas vestimentas de genio araba, sino unos gastados jeans y una camisa a cuadros, y colgando del hombro izquierdo un bolso lleno de ropas.
-¿Qué se supone que estás haciendo?- preguntó ella, sin entender nada de lo que estaba ocurriendo.
-Cumpliendo con tu deseo. ¿Acaso no has pedido ser dueña de la lámpara?
-Si, pero...
-¿Y acaso cuando te pregunté si querías hacer uso de los dos deseos que te quedaban, no me has dicho que no?
Fue en ese momento, mientras se quedaba estática observando como el genio abría la puerta de salida de su casa para marcharse y no regresar, ella comprendió que su deseo había sido mal expresado.


Con todo mi amor, para Clau.

EL ARMARIO OCUPADO (EN PROGRESO)

Tan pronto como Jessie Adams se metió en la cama, tapándose hasta el cuello con las sábanas y frazadas (porque era invierno y, aparte, el sistema de calefacción central de la casa no funcionaba correctamente), se aferró fuerte a su oso de peluche Winnie the Poo, y comenzó a mirar a su alrededor. Casi todo estaba en orden; la ventana se hallaba cerrada y la persiana estaba baja, y los juguetes y muñecas se encontraban esparcidos por sobre la alfombra de la habitación. A su derecha, contra la pared, el escritorio donde hacía las tareas escolares o se ponía a dibujar unicornios. A su izquierda, la mesa de luz, con dos portarretratos sobre ella, y más allá, el armario con sus dos puertas rectangulares abiertas.
No todo estaba en orden.
-¡Mamiiiii!
-¿Qué ocurre, Jessie ?
Los pasos de su madre saliendo de su habitación, recorriendo el pasillo hasta llegar al umbral de la puerta de entrada a la habitación de su hija.
-¡Las puertas, mamiii! ¡Las puertas del armario estan abiertas! ¡Ciérralas, por favor! ¡Ciérralas con llave!
-Esta bien, hija, pero no hace falta de que grites. Estoy aquí, por Dios y todos los santos...
Con un suspiro, su madre se dirigió al armario y cerró ambas puertas echándole llave, y se acercó a su hija, que parecía hallarse al borde de un ataque de nervios.
La oscuridad del interior de aquel armario cargado de ropas colgadas había desaparecido. Fuera lo que fuese que vivía allí dentro, ahora estaba encerrado.
-¿No te parece que ya estás demasiado grande para andar armando semejante escándalo? Ya te he dicho una y mil veces que no hay nadie metido dentro del armario. El monstruo del armario no existe, ¿entiendes? Lo mismo te digo con lo del hombre de la bolsa o el cocodrilo debajo de la cama.... Nada de eso es real, querida... Nada.
-Pero mamiiiiii...
-Mira, Jess, cuando tenías cinco años, podía entender lo del armario... Algunos niños no logran dormirse si no tienen entreabierta la puerta de la habitación e incluso la luz del pasillo encendida... Pero luego crecen..., como tu lo has hecho, y se dan cuenta que...
-¡Esas son mentiras!- gritó Jessie, que ya había empezado a dejar que las lágrimas le resbalasen de los ojos. Las mejillas prácticamente en llamas de coloradas que estaban.
-¡Y también lo del asunto del armario! Así que te duermes, sino quito la traba a las puertas- dijo, señalando en dirección al armario.
Jessie se quedó en silencio, como pensando en lo que su madre le había dicho. Sabía que el hombre de la bolsa era todo un cuento...



Sin sueño

Daniel Peterson no demoró mucho tiempo en darse cuenta que, esa noche, al igual que las seis anteriores, no lograría dormirse. Eran cerca de las tres y cuarto de la madrugada y él ya había perdido la cuenta de cuántas vueltas había dado en su lado de la cama, tapándose y destapándose, cambiando de posición la almohada, descubriendo nuevas e incómodas posiciones que, al fin y al cabo, solo contribuyeron a mantenerlo aun más despierto e irritable. Del otro lado de la cama, alejada del mundo inmediato, Abby dormía plácidamente.
Ella tenía la costumbre (él lo descubrió cinco noches atrás) de hacer ruido con los molares. Movía la mandíbula hacia atrás y hacia delante, incluso de derecha a izquierda (no precisamente en ese orden) provocando un molesto ruido que, para él, solo terminaba cuando ella estaba a punto de despertarse. También la oía murmurar en sueños; frases cortas, palabras sueltas, nada que tuviese real sentido. Lo gracioso de esto era que, después de quince años de matrimonio, durmiendo en la misma cama, discutiendo y amigándose allí, hablando mientras miraban alguna película en la televisión o haciendo el amor bajo las sábanas, las cuales siempre terminaban en el suelo y por la mañana hacían un viaje a la lavadora, él lo había notado.
“Uno nunca termina de conocer a la persona que tiene al lado, aunque sea su propia esposa”; pensó.
La persiana estaba baja hasta la mitad, permitiéndole la vista de un cielo oscuro y despejado de nubes sobre casas de techos bajos. La suave brisa que entraba en la habitación hinchaba el cortinado hasta que éste se elevaba para soltar un tibio y sonoro suspiro. Atrás había quedado el tiempo en que, niño, veía aquella situación con pavoroso miedo; sábanas convertidas en fantásmas que intentaban tocarlo pero nunca lo lograban.
Michael se levantó de la cama para mirar hacia fuera. Algunos coches estaban aparcados, iluminados sus techos a la luz de la luna. Y salvo por los furiosos gritos de una gata recibiendo a su amante, todo se hallaba en el más profundo de los silencios. No vio a nadie caminar por la acera. Ningún coche pasaba, ni siquiera a baja velocidad. La luz del semáforo había cambiado de rojo a verde, y así se mantuvo por dos minutos.
Cuando regresó a la cama, Abby se había dado vuelta, dándole la espalda y robando gran parte del territorio de sábanas que a él le correspondía, y él tuvo que taparse con lo poco que le quedaba (la mitad derecha del cuerpo al descubierto), y cerró los ojos esperando dormir aunque sea por cinco o seis horas.
A las cuatro y veinte abrió los ojos solo para darse cuenta que Abby se había apoderado por completo de las sábanas y tenía dibujada una notoria sonrisa.
“Te gané! Vuélvete a dormir y ya verás como me quedo con toda la cama también”; parecía decir.
También notó que pronto necesitarían volver a pintar el techo, que el grifo del cuarto de baño nunca quedaba del todo cerrado, la cantidad de sonidos que uno podía lograr oír en una noche demasiado silenciosa, y que ya podía empezar a despedirse de dormir durante una noche completa... Para siempre.
“Cuando Abby despierte le contaré de cómo, mientras ella duerme, me roba las sábanas, y hace ese maldito ruido con los molares, que yo no puedo dormir en toda la jodida noche, y que llame a Frank Bowman”.
Bowman había sido su médico desde que él se mudara a Dover junto con su esposa, dos meses después de que su hija se casara y se mudara a California, dejándolos solos y viviendo en una casa con demasiadas habitaciones sin utilizar. La idea de salir de Maryland y comprar una casa en el condado de Dover, Maine, había sido de ella, para que él pudiese trabajar mejor en sus novelas, las cuales nunca llegaban ni al décimo puesto en la lista de Best sellers.
Michael conoció al Dr. Frank Bowman gracias a su primer infarto, el cual ocurrió el 12 de Septiembre de 1998, dos días después de su cumpleaños número cincuenta y ocho,  luego de dejar las dos bolsas de papel marrón, repletas de comestibles que había comprado en el supermercado. La sensación de dolor en el brazo izquierdo, mezclada con un terrible ardor en el pecho, lo vencieron en cuestión de segundos, derribándolo al suelo, y en lo único en que Michael Peterson, autor de “Escamas del Dragón” y “Liga de Espías”, entre otras novelas, llegó a pensar en ese momento, mientras el cartón de leche dentro de una de las dos bolsas marrones caía al suelo para abrirse y dejar todo el contenido derramándose, fue ... “Abby no puede verme muerto en la cocina...”. Pero no fue así, ya que ella estaba entrando a la cocina cuando vio a Michael tirado en el suelo con una innegable expresión de dolor.
Bowman fue el médico que lo atendió luego de que los paramédicos lo llevaran en ambulancia al hospital y él fuese derivado a cuidados intensivos. Y no transcurrieron cinco minutos hasta que llegó a la sala de operaciones. Al día siguiente, Bowman le había dicho que la intervención había sido un éxito, que le había colocado un by-pass, y que era un gran admirador suyo.
-“Liga de espías”, sin duda alguna está muy por arriba que cualquier novela de Tom Clancy.
Desde ese momento, Michael consideró a Frank Bowman como su médico personal, y más importante, su amigo.
Dos semanas después, Michael le regaló una copia de “Liga de Espías” autografiada y dedicada.
Pero ahora no podía dormir, y la idea de empezar a tomar píldoras para el sueño le resultaba por demás deprimente. ¿Qué seguiría después, cuando tomara conciencia de que su cuerpo ya se había acostumbrado ellas y todo volviese a la “normalidad” de no dormir en toda la noche?
La respuesta era sencilla: más pastillas, y no solo en cantidad, sino en variedad de nombres, compuestos y colores.
Volvió a cerrar los ojos.
No transcurrieron más de cinco minutos cuando Abby regresó con su “concierto de ruidos molares”.
“TRAK-TRAKTRAK-TRAKTRAKTRAKTRAK-TRAK”
“LA FUNCION HA COMENZADO. SEIS DIAS SEGUIDOS. TODOS LOS TICKETS VENDIDOS, Y A UNA SOLA PERSONA... ¡MIIICHAEELLL PEEETEERSON!”; se podía leer en el cartel luminoso de su mente.
Si, había adquirido todos los ticket, y en este preciso instante se hallaba situado en primera fila.
Primera maldita...
“TRAKTRAK-TRAK-TRAKETITRAK-TRAK-TRAK”
... fila.
Aquel sonido fue creciendo en intensidad, haciéndose más y más fuerte. Aquel “TRAKETITRAKTRAKTRAKTRAKETITRAK” se convirtió de audible a ensordecedor, golpeaba dentro de su cabeza como veloces martillazos contra una pared metálica.
Fue entonces que ella volvió a darse vuelta, destapándose y empujando las sábanas fuera de la cama con los pies.
Algo se desdibujó en el rostro de Abby, o era que comenzaba a tomar una forma completamente diferente a la que él conocía. Algo monstruoso estaba naciendo de ella, algo que fue manifestándose de forma borrosa, confusa, imposible. Un rostro de oscuros y profundos huecos por ojos, puntiagudos dientes amarronados “traqueteando” en una boca sin labios, sujetos por encías hinchadas. Una boca de la cual ya no salía el aliento a sueño y cena digerida, sino algo con hedor a agua turbia, carne descompuesta.
-Es el sueño. Son las noches sin dormir- se dijo.
“TRAKTRAKTRAKTRAK-TRAKETITRAKTRAK-TRAK”
El aliento era real, demasiado tangible.
-¿Abby?- atinó a decir- ¿Estás bien, querida?
-Tu Abby está conmigo ahora- fueron las palabras que salieron de los labios de quien, horas antes, había sido su esposa...
La noche siguiente, decidió que sería mejor comenzar a dormir en el cuarto de huespedes.

Habitación cerrada


Catherine Darr no se sorprendió en absoluto al observar cuán rápido podía llegar a crecer lo que en un comienzo había sido la llama de un fósforo encendido arrojado sobre la alfombra que llenaba por completo el piso de la habitación que su esposo y ella compartían. Tampoco le llamó la atención lo rápido que el fuego logró alcanzar la cama, las cortinas…, todo. La puerta estaba cerrada con traba, y ella se había ocupado de lanzar la llave por la ventana junto con las ropas colgadas dentro del armario, su hija de dos años, y el frasco de pastillas antipsicoticas.
Eran cerca de las nueve y media de un lunes demasiado caluroso, tanto dentro de la habitación como fuera de ella.

Descenso


 Kyle Blackwood terminó de separar la cabeza del cuerpo del niño que dos días atrás había recogido en el centro comercial y la metió dentro de una de las dos bolsas plásticas transparentes que quedaban por llenar, la cual cerró haciéndole un apretado nudo.
“Hasta aquí hemos llegado”, parecía decir aquella carita de ojos y boquita abierta, desde el interior de la bolsa.
Dejó la cuchilla dentada sobre la mesa y con un trapo se secó las manos empapadas en sangre y restos de cabello, y buscó del armario los dos libros que, según el vendedor a quien se los había comprado tan solo dos semanas atrás, garantizaban Satán se le aparecería.
Dentro de la habitación hacía calor, tal vez demasiado, debido a que las persianas estaban bajas y el ventilador de techo tenía el motor quemado.
¿Cuántas veces Kyle había asesinado para llamar la atención de Lucifer? ¿Diez? ¿Quince? Ya había perdido la cuenta.
Al principio, durante el invierno del año anterior, se dijo que sólo se iba a dedicar a hombres y mujeres, pero niños nunca. Hasta allí llegaría. Ese era su límite.
Pero Satanás jamás se le presentó, por más deseo y esfuerzo que él pusiese en el asunto; ni siquiera una señal. Nada.
Ya habían transcurrido cuatro meses desde que había cruzado la barrera de no matar niños; los recogía en el parque, en algún centro comercial, los encontraba en la vereda, metidos en sus carritos de bebé mientras sus madres se hallaban distraídas mirando alguna vidriera o comprando algo a escasos metros. Algunas veces ni siquiera necesitaba convencerlos con promesas de caramelos o juegos de parque de diversiones; simplemente les tomaba de la mano o alzaba en brazos y se marchaba con ellos. Al finalizar la tarde, siempre había alguno en la parte trasera de su furgoneta.
“Esto es para ti… Ven... Te espero. Preséntate! Esta es mi ofrenda…”; solía decir cada vez que metía un niño en su habitación y, con una sonrisa alegre, le explicaba detalladamente cada cosa que iba a hacerle, mientras la criatura gritaba y lloraba implorando por su mami en un mar de lágrimas y mocos.
Luego, silencio…
Pero EL nunca se presentaba.
Tampoco se presentó esa tarde, ni lo hizo la siguiente…
Por cinco noches no durmió, preguntándose dónde había fallado, qué le había faltado. Los libros obtenidos, claramente, luego de haberlos leído y releído una y otra vez hasta que las palabras en cada hoja dejaron de tener sentido, estaban equivocados.
Kyle no demoró en comprender que estaba perdido, que de todo lo que había hecho nada había servido a Satanás, que nada había le había llamado la atención; ninguna ofrenda suficiente.
Tal vez, pensó, su última noche de insomnio, mientras llenaba la bañera para quitarse la vida allí, cortándose las venas con una hojita de afeitar ya oxidada, todo aquello había sido en vano.
Casi recostado ya dentro de la tina, sosteniendo la hoja de afeitar entre el pulgar y el índice de su mano izquierda, intentó recordar cuando fue la última vez que estuvo con una mujer, la última vez que tuvo un hombre entre sus piernas, su mejor muerte…
Presionó la hoja de afeitar sobre la cara interna de la muñeca dispuesto a trazar una profunda línea hasta el antebrazo, pero se detuvo en el proceso.
Algo había cambiado en ese momento; no dentro de la casa, tampoco fuera de ella, ni siquiera dentro de sí mismo. No fue un cambio perceptible a simple vista, como el paso del verano al otoño, el movimiento de las hojas de un árbol cuando sopla el viento, o la lenta pero segura transformación de una oruga en una mariposa… Esto era algo por completo distinto…; algo que le decía que
“Debo ser yo. Siempre debí ser yo”; dijo la voz dentro de su cabeza.
Esa misma noche fue el comienzo de su largo camino.
Tras recorrer uno por uno los avisos sexuales en el periódico buscando no sabía bien qué, Kyle levantó el tubo del teléfono y llamó a quien, dos horas y media después, hizo de él un verdadero cenicero humano.
Cuando sonó el timbre y abrió la puerta, supo que el primer paso había sido dado, que el alto muchacho de veintidós años que tenía delante suyo, de cabellos rubios demasiado cortos y sin brillo, ojos color miel y cejas demasiado finas para tratarse de un hombre, le ayudaría, por lo menos por primera y única vez, en su travesía; Después, Kyle simplemente seguiría por su cuenta…
En ningún momento hizo más preguntas al joven que las necesarias; ningún pedido especial fue hecho; ningún límite fue marcado. Sólo dejó que el joven se cubriese el rostro con una máscara de cuero negro sin más orificios que en los ojos y en boca y fosas nasales.
Cada presión que el muchacho enmascarado hacía de cigarrillo encendido tras cigarrillo encendido sobre su piel fue recibida con lágrimas al principio, silencio luego, placer, dolor y deseo. Siempre deseo. Aquel sentimiento por sobre todas las cosas.
Y para cuando el chico terminó, dejándole por todo el cuerpo pequeños botones de carne chamuscada del tamaño de monedas de cinco centavos, Kyle comenzó a pensar en que alguien, desde abajo, lo estaba mirando…
Día y noche busco ser perro de alguien, se dejó penetrar por desconocidos de toda clase y objetos de todo tipo; la noche que por primera vez se olvidó de si mismo y se encomendó a convertirse en nada, permitió que una niña de diez años le arrancase las uñas de ambas manos con una tenaza mientras su padre observaba todo desde un sillón. Durante tres días permaneció en un sótano, suspendido en el aire por medio de ganchos en la espalda. De todas y cada una de las veces que fue usado y abusado, humillado y mutilado, siempre se encontró rodeado de espectadores; eran seres que no deseaban entrar en la acción, sino que disfrutaban presenciándola desde distintos puntos.
Poco tiempo fue necesario para que el nombre “Kyle” fuese conocido en ciertos círculos muy exclusivos. Poco tiempo, para que no hubiese una sola persona que no hubiera probado un poco de él. Aquellos que nunca habían probado a Kyle no se demoraron en hacerlo, y quienes ya lo habían hecho terminaban esperando una segunda oportunidad.
Finalmente, cuando ya nada quedaba útil en él para ser ofrendado, cuando dejó de ser el centro de atracción y otro ocupó su lugar, y sólo fue visto como si se tratase de la viva imagen de la muerte, convertido ya en pulpa y sangre de algo que anteriormente había sido un humano, Kyle comprendió que su viaje no había sido en vano.