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El silbido en el baño

Hace varios años ya, cuando supe dar clases sobre literatura inglesa del Siglo XIX en la Universidad de Maine, un grupo de estudiantes de segundo año se me acercó hasta donde yo estaba sentado disfrutando del sol de media mañana y, a punto de llevarme a la boca mi primer bocado de un sandwich de atún, queso y aceitunas, que mi esposa me había preparado la noche anterior. No habían transcurrido ni diez minutos desde que había salido de mi clase y había encontrado un bonito lugar para tomar mi descanzo, y ver a aquellos estudiantes con sus expresiones más llenas de dudas que de certezas, hizo que me resignase a tener que abandonar mi almuerzo para más tarde. Así que, tras volverlo a meter en su bolsita plástica y, evitando lo mejor que pude, de largarles una severa mirada de disgusto, me dispuse a escuchar atentamente la serie de preguntas que me esperaban.
-... Crée usted, entonces, profesor, que las historias y relatos de fantasmas ya estan pasadas de moda?- quien formuló la pregunta fue un delgaducho y, hasta donde puedo recordar, siempre despeinado, estudiante llamado Thomas Doninghast. El había entrado a la universidad el año anterior, a apesar de estar un semestre atrasado con sus trabajos y haber reprobado varios exámenes, tenía una voluntad inquebrantable.
-No, no, no. Yo nunca dije tal cosa, Sr. Doninghast..., y si tiene más preguntas para hacerme, por favor, hágalas sin tener goma de mascar en su boca, que puedo verle hasta las amígdalas.
Los tres estudiantes que lo acompañaban no pudieron evitar una carcajada. Thomas enrojeció de verguenza, se quitó la arrugada y húmeda bola de goma de mascar y, tras bajar la cabeza, la arrojó al cesped.
-... Si hubiese entendido mejor mis palabras..., la consigna para el trabajo que les he encargado para la semana siguiente, más que seguro, ninguno de ustedes estaría aquí preguntandome esto.
De más está decir que, tanto Jonathan Blake, Tina Orlan y Charles Desmond clavaron sus miradas en Thomas como diciendo "BIEN HECHO, IDIOTA!!... Ahora, seguro, tendremos que tomar notas".
-Lo que quise decir esta mañana es, que si algo le ha faltado a muchas historias y relatos sobre espíritus y fantasmas, es eso que comunmente solemos llamar "originalidad".
-Pero, profesor...-, esta vez fue Tina Orlan quien intentó cuestionarme algo que tal vez dije durante clase, pero sólo se quedó con la boca entreabierta por un instante y luego, al darse cuenta que yo aun no había terminado, la volvió a a cerrar.
-No puedo, y creo tampoco ustedes, no apreciar la genialidad indiscutible de un John Masefield, Charles Dickens o hasta del mismo Algernon Blackwood, para escribir historias que nos hielen la sangre, dejándonos en vela gran parte de la noche, incapaces de apagar la luz de nuestra habitación para irnos a dormir. Es, déjenme decirles, al leer historia tras historia, tanto de estos como de otros autores, que podemos ver similitudes en ambientación, personajes y tramas; escenarios ubicados en ruinosas y por demás viejas casas de infinitas habitaciones, mansiones situadas en medio de bosques casi impenetrables donde nada, salvo el canto de los pájaros y el sonido de las hojas y ramas de los arboles siendo agitadas por el viento, puede escucharse. Y vemos pálidas siluetas fantasmagóricas pulular por oscuros e interminables pasillos, arrastrando tras ellos el peso de gruesas y oxidadas cadenas...
El sol, para ese momento, ya había comenzado a darme de lleno en el rostro, haciendome casi imposible levantar la mirada.
-Jamás, ni siquiera con autores actuales, he tenido la oportunidad de leer una sola historia cuyo escenario y trama se aparte de lo supuestamente establecido... Nunca un relato sobre fantasmas viajando en tren o tomando vacaciones, espectros sentados a la mesa de un bar, discutiendo sobre lo dificil que resultaba asustar a la gente hoy día. Nada de eso. Eso es lo que deseo de ustedes para la semana que viene..., que cada uno escriba su propia historia de fantasmas, que se olviden de todo lo que creen se debe hacer para escribirla y sean ustedes mismos. Y para que vean que no estoy pidiendo gran cosa, yo mismo les contaré una que, desgraciadamente, tuve chance de vivir en carne propia...

Lo que voy a contarles me ocurrió durante el receso de verano de la universidad de Portland, donde cursaba mis estudios. Yo tendría unos veintitres años y, al igual que el nuestro querido Sr. Doninghast, tambíén estaba atrasado con varias materias y me encontraba debiendo seis o siete trabajos de investigación; tanto así que, una tarde, recibí un comunicado de la secretaría académica avisándome que, de no subir considerablemente el puntaje de mis notas y no entregar todos mis trabajos para mitad de septiembre, me vería obligado a abandonar mis estudios.
De más está decir que, esa misma noche llamé a mis padres para decirles que no los podría ver hasta uno o dos dias antes de navidad.
De un día para el otro, tanto la biblioteca como la sala de estudios dejaron de ser sitios evitados por mi, a los cuales había considerado desde los comienzos, algo peor que la peste. Allí empecé a pasar mis mañanas y tardes, leyendo un libro tras otro, tomando notas, e intentando no perder mi beca. Sólo me marchaba de la biblioteca minutos antes del cierre, y cuando lo hacía, regresaba a mi habitación con dos o tres pesados volúmenes.
Mi compañero de cuarto, a quien he vuelto a ver sólo una vez, y por casualidad, se había marchado a visitar a sus padres, que vivían en Orgentown (demonios si sé donde queda aquel lugar), y no tenía planeado regresar a la universidad hasta los primeros días de clase. Y debo decir, que aunque nunca nos habíamos llevado del todo bien, si algo rescato de las semanas que estuvo ausente, fue su colección de discos. Steve Bauman, o Steveman, como se hacía llamar, fue el primero en fumar marihuana en el campus de la universidad, el primero en usar campera de cuero con flecos en las mangas y sandalias, y el primero en hacernos escuchar Jefferson Airplane (banda que aun sigo escuchando cada mañana que conduzco hasta aquí y regreso a casa). Gracias a que no se llevara sus discos y dejase el aparato que los hacía sonar, mis noches de estudio fueron más amenas.
Recuerdo que, al entrar por primera vez a la que, por cinco años, iba a ser nuestra habitación, vi a Steveman sentado al escritorio, no estudiando ni nada parecido, sino armándose uno bien grande. Ese fue el único uso que le dimos al mueble durante cuatro años. Y en su ausencia, yo me ocupé de llenarlo de libros abiertos, papeles hechos bollos y bolígrafos de todos los colores.
Bien, ya les he contado que, tan pronto abría sus puertas y hasta casi la hora del cierre, yo me internaba en la biblioteca para estudiar. Quien estaba a cargo era una agradable mujer de unos cuarenta años, llamada Josephine Artley, que siempre llevaba el cabello sujeto por unos pallillos de madera. Y aunque tenía fama de ser implacable con aquellos que se atrasaban con la devolución de los libros, conmigo parecía haber hecho la ecepción.
Fue en el transcurso de una de mis tantas visitas a la biblioteca cuando, ya con la vista cansada y la vejiga implorándome a gritos ser aliviada, me levanté de mi asiento dejando todos los materiales de trabajo sobre la mesa y, casi corriendo, me dirigí al baño de hombres.
-Sr. Thomson- Josephine se asomó tras el mostrador de atención al público-, recuerde que en quince minutos cerramos.
A lo que contesté, sólo me demoraría un instante.
El baño de hombres se hallaba justo al final de un ancho y bien iluminado pasillo de piso de baldosas color madera y paredes color crema. Y recuerdo que, llegar hasta la puerta me resultó todo una travesía.
Finalmente, con mi vejiga a punto de soltar todo el contenido y dejarme por completo empapado el único pantalón que me quedaba limpio, abrí la puerta de entrada.
¡Que alivio! ¡PEROQUEALIVIOOOOO!
Mientras dejaba que mi orina desapareciese por la cañería del minjitorio, alguien sentado al retrete comenzó a silbar una graciosa tonada.
Supuse que se trataba de alguno de los empleados de la biblioteca, pero luego me vino a la mente que los dos que trabajaban con la Sra. Artley estaban sentados al mostrador, con un pilón de fichas cada uno. También se me ocurrió pensar que se trataba de otro alumno, alguien que había estado en la biblioteca estudiando y yo no había visto; también recordé, que los pocos alumnos que habían estado en la sala de estudio, se habían marchado hacía unas horas.
Y el silbido seguía.
No voy a negar que sentí curiosidad por saber quién demonios se hallaba oculto tras una de las tres puertas de los retretes, así que, una vez me subí el cierre del pantalón, sigilosamente me fui encorvando para lograr, por lo menos, ver un par de zapatos o zapatillas.
No había nadie en el primer retrete.
En el, segundo la puerta se hallaba entreabierta, permitiéndome comprobar que éste también se encontraba desierto.
Y el silbido, aquella tonada tan parecida a la que podrías escuchar al iniciar el show de "Los tres chiflados", y que tan graciosa me había parecido en un principio, ahora me había puesto nervioso.
Un par de zapatillas azules y parte de un gastado jean.
-¿Eres tú, Roger?- atiné a pregunta, aunque en el fondo sabía que Roger Knicks, quien solía sentarse a mi lado durante las clases de interpretación literaria y tenía su habitación pegada a la nuestra, se había marchado a ver a su novia.
El silbido se detuvo.
Hubo un corto pero profundo silencio entre el desconocido en el retrete y yo, solo interrumpido por el contínuo "plick... plick... plick" de las gotitas de agua cayendo de una canilla mal cerrada.
Me incorporé al escuchar que la traba en la puerta era corrida, y el cartel de "OCUPADO" se había convertido en "DESOCUPADO".
Pero, ni la puerta fue abierta ni nadie tiró de la cadena.
La tonada volvió a sonar, y ya no pude contenerme más.
Abrí la puerta de un tirón, dispuesto a dar una golpiza al mal nacido.
El cubículo estaba vacío. Nada...
La tapa del inodoro se hallaba levantada, pero no había nadie sentado.
Asustado, sim comprender en absoluto lo que había vivido, di media vuelta y, justo cuando estaba por abrir la puerta y salir corriendo, el mismo silbido...
Nunca me animé a preguntar a nadie sobre el fantasma en el baño de hombres del edificio de la biblioteca.
De ahí en más, cada vez que tenía que ir a la biblioteca y sentía ganas de ir al baño, me aguantaba hasta llegar a mi habitación.

1 comentario:

  1. Hola Ale, algo me habías contado, pero al leerlo completo, me gustó más!
    Seguí adelante con tu sueño, no te vas a arrepentir! Analia

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