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Sin sueño

Daniel Peterson no demoró mucho tiempo en darse cuenta que, esa noche, al igual que las seis anteriores, no lograría dormirse. Eran cerca de las tres y cuarto de la madrugada y él ya había perdido la cuenta de cuántas vueltas había dado en su lado de la cama, tapándose y destapándose, cambiando de posición la almohada, descubriendo nuevas e incómodas posiciones que, al fin y al cabo, solo contribuyeron a mantenerlo aun más despierto e irritable. Del otro lado de la cama, alejada del mundo inmediato, Abby dormía plácidamente.
Ella tenía la costumbre (él lo descubrió cinco noches atrás) de hacer ruido con los molares. Movía la mandíbula hacia atrás y hacia delante, incluso de derecha a izquierda (no precisamente en ese orden) provocando un molesto ruido que, para él, solo terminaba cuando ella estaba a punto de despertarse. También la oía murmurar en sueños; frases cortas, palabras sueltas, nada que tuviese real sentido. Lo gracioso de esto era que, después de quince años de matrimonio, durmiendo en la misma cama, discutiendo y amigándose allí, hablando mientras miraban alguna película en la televisión o haciendo el amor bajo las sábanas, las cuales siempre terminaban en el suelo y por la mañana hacían un viaje a la lavadora, él lo había notado.
“Uno nunca termina de conocer a la persona que tiene al lado, aunque sea su propia esposa”; pensó.
La persiana estaba baja hasta la mitad, permitiéndole la vista de un cielo oscuro y despejado de nubes sobre casas de techos bajos. La suave brisa que entraba en la habitación hinchaba el cortinado hasta que éste se elevaba para soltar un tibio y sonoro suspiro. Atrás había quedado el tiempo en que, niño, veía aquella situación con pavoroso miedo; sábanas convertidas en fantásmas que intentaban tocarlo pero nunca lo lograban.
Michael se levantó de la cama para mirar hacia fuera. Algunos coches estaban aparcados, iluminados sus techos a la luz de la luna. Y salvo por los furiosos gritos de una gata recibiendo a su amante, todo se hallaba en el más profundo de los silencios. No vio a nadie caminar por la acera. Ningún coche pasaba, ni siquiera a baja velocidad. La luz del semáforo había cambiado de rojo a verde, y así se mantuvo por dos minutos.
Cuando regresó a la cama, Abby se había dado vuelta, dándole la espalda y robando gran parte del territorio de sábanas que a él le correspondía, y él tuvo que taparse con lo poco que le quedaba (la mitad derecha del cuerpo al descubierto), y cerró los ojos esperando dormir aunque sea por cinco o seis horas.
A las cuatro y veinte abrió los ojos solo para darse cuenta que Abby se había apoderado por completo de las sábanas y tenía dibujada una notoria sonrisa.
“Te gané! Vuélvete a dormir y ya verás como me quedo con toda la cama también”; parecía decir.
También notó que pronto necesitarían volver a pintar el techo, que el grifo del cuarto de baño nunca quedaba del todo cerrado, la cantidad de sonidos que uno podía lograr oír en una noche demasiado silenciosa, y que ya podía empezar a despedirse de dormir durante una noche completa... Para siempre.
“Cuando Abby despierte le contaré de cómo, mientras ella duerme, me roba las sábanas, y hace ese maldito ruido con los molares, que yo no puedo dormir en toda la jodida noche, y que llame a Frank Bowman”.
Bowman había sido su médico desde que él se mudara a Dover junto con su esposa, dos meses después de que su hija se casara y se mudara a California, dejándolos solos y viviendo en una casa con demasiadas habitaciones sin utilizar. La idea de salir de Maryland y comprar una casa en el condado de Dover, Maine, había sido de ella, para que él pudiese trabajar mejor en sus novelas, las cuales nunca llegaban ni al décimo puesto en la lista de Best sellers.
Michael conoció al Dr. Frank Bowman gracias a su primer infarto, el cual ocurrió el 12 de Septiembre de 1998, dos días después de su cumpleaños número cincuenta y ocho,  luego de dejar las dos bolsas de papel marrón, repletas de comestibles que había comprado en el supermercado. La sensación de dolor en el brazo izquierdo, mezclada con un terrible ardor en el pecho, lo vencieron en cuestión de segundos, derribándolo al suelo, y en lo único en que Michael Peterson, autor de “Escamas del Dragón” y “Liga de Espías”, entre otras novelas, llegó a pensar en ese momento, mientras el cartón de leche dentro de una de las dos bolsas marrones caía al suelo para abrirse y dejar todo el contenido derramándose, fue ... “Abby no puede verme muerto en la cocina...”. Pero no fue así, ya que ella estaba entrando a la cocina cuando vio a Michael tirado en el suelo con una innegable expresión de dolor.
Bowman fue el médico que lo atendió luego de que los paramédicos lo llevaran en ambulancia al hospital y él fuese derivado a cuidados intensivos. Y no transcurrieron cinco minutos hasta que llegó a la sala de operaciones. Al día siguiente, Bowman le había dicho que la intervención había sido un éxito, que le había colocado un by-pass, y que era un gran admirador suyo.
-“Liga de espías”, sin duda alguna está muy por arriba que cualquier novela de Tom Clancy.
Desde ese momento, Michael consideró a Frank Bowman como su médico personal, y más importante, su amigo.
Dos semanas después, Michael le regaló una copia de “Liga de Espías” autografiada y dedicada.
Pero ahora no podía dormir, y la idea de empezar a tomar píldoras para el sueño le resultaba por demás deprimente. ¿Qué seguiría después, cuando tomara conciencia de que su cuerpo ya se había acostumbrado ellas y todo volviese a la “normalidad” de no dormir en toda la noche?
La respuesta era sencilla: más pastillas, y no solo en cantidad, sino en variedad de nombres, compuestos y colores.
Volvió a cerrar los ojos.
No transcurrieron más de cinco minutos cuando Abby regresó con su “concierto de ruidos molares”.
“TRAK-TRAKTRAK-TRAKTRAKTRAKTRAK-TRAK”
“LA FUNCION HA COMENZADO. SEIS DIAS SEGUIDOS. TODOS LOS TICKETS VENDIDOS, Y A UNA SOLA PERSONA... ¡MIIICHAEELLL PEEETEERSON!”; se podía leer en el cartel luminoso de su mente.
Si, había adquirido todos los ticket, y en este preciso instante se hallaba situado en primera fila.
Primera maldita...
“TRAKTRAK-TRAK-TRAKETITRAK-TRAK-TRAK”
... fila.
Aquel sonido fue creciendo en intensidad, haciéndose más y más fuerte. Aquel “TRAKETITRAKTRAKTRAKTRAKETITRAK” se convirtió de audible a ensordecedor, golpeaba dentro de su cabeza como veloces martillazos contra una pared metálica.
Fue entonces que ella volvió a darse vuelta, destapándose y empujando las sábanas fuera de la cama con los pies.
Algo se desdibujó en el rostro de Abby, o era que comenzaba a tomar una forma completamente diferente a la que él conocía. Algo monstruoso estaba naciendo de ella, algo que fue manifestándose de forma borrosa, confusa, imposible. Un rostro de oscuros y profundos huecos por ojos, puntiagudos dientes amarronados “traqueteando” en una boca sin labios, sujetos por encías hinchadas. Una boca de la cual ya no salía el aliento a sueño y cena digerida, sino algo con hedor a agua turbia, carne descompuesta.
-Es el sueño. Son las noches sin dormir- se dijo.
“TRAKTRAKTRAKTRAK-TRAKETITRAKTRAK-TRAK”
El aliento era real, demasiado tangible.
-¿Abby?- atinó a decir- ¿Estás bien, querida?
-Tu Abby está conmigo ahora- fueron las palabras que salieron de los labios de quien, horas antes, había sido su esposa...
La noche siguiente, decidió que sería mejor comenzar a dormir en el cuarto de huespedes.

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